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sábado, 30 de abril de 2011

DICEN QUE HAN VISTO UN ANIMAL SALVAJE MERODEANDO POR EL IRIS DE MIS OJOS





Sé que no debería quererte. No al menos como lo hago, con el deseo palpitándome en las yemas de los dedos, queriendo meterte en mi cama y que me hagas daño, haciéndomelo con fuerza, mordiéndome el alma, demostrándome que el amor es sólo una insana y dulce violencia. Sé que lo deseas y yo... yo estoy... en fin, tú crees que soy mejor de lo que soy. Porque sé que gritarás y pedirás que pare y siga al mismo tiempo, porque sé que afilarte las uñas no te servirá de nada cuando veas brotar la sangre de mi piel y al bicho que llevo dentro decirte cosas endiablademente tiernas y pasmosamente duras. Sé que no lo creerías y sé que no hay lugar donde esconderse, lo que pasa entre un hombre y una mujer es sólo ciencia ficción, lo que pasaría entre nosotros es lo que sucede cuando encierras a dos alimañas en un habitación cerrada... el amor es eso, el sexo es eso, es caer desde muy alto y muy puro a un lugar muy profundo y muy sucio. Pero claro, tú no quieres saberlo, no quieres entrar en algo que no entiendes... y yo... yo soy mucho peor de lo que crees, y al mismo tiempo soy infinitamente mejor de lo que crees que puedes soportar.


Autora: Anna



sábado, 23 de abril de 2011

SOLO DE VIOLÍN



La violinista pelirroja apura el sonido de la última nota en su instrumento y va dejando que poco a poco se convierta en silencio. Aparta el violín de su rostro y lo guarda entre sus brazos con manos lánguidas. Permanece inmóvil, sentada en el vestido negro, como si el concierto no hubiera terminado. Al fondo de la sala, un revuelo. Gente moviéndose entre las butacas. Al parecer, el señor que no ha dejado de toser la dos últimas horas ha sufrido un infarto. Le aflojan la corbata, le dan aire con el programa. La violinista sonríe, mientras, ahora ya sí, esconde el violín dentro de su caja.




Autora: Patricia Estebán






sábado, 16 de abril de 2011

SOLOS



La busco al inicio de cada primavera. Llego aquí cada día y la observo. Aparece detrás del cristal de su ventana y se queda quieta para no asustarme. No sabe que nunca me iría, ni aunque hiciera un gesto brusco, ni aunque subiera el volumen de la música que escapa fuera cuando abre de par en par las tardes de verano. Me mira y hago como que estoy distraído, pero yo también la miro de reojo. Me gusta su pelo. Me recuerda a un buen nido. Siempre hay un instante en el que nos encontramos, en ese punto preciso en el que se cruzan nuestras miradas. Ella pensará que parece que la miro. Apenas sabe nada de mí. Hoy sabe algo más. Sabe que he venido solo, por primera vez en todos estos años, y por eso aún sigue ahí: para acompañarme. Apenas sé nada de ella. Hoy sé algo más: está sola por primera vez en todos estos años. Como yo. Lo noto en su pelo descuidado y en sus ojos tristes, y en que intuyo que no se quitará de la ventana hasta que yo me vaya. Ni un segundo antes. No quiero irme, pero la noto cansada. Vuelo lejos de ella y me llevo su soledad. Ella se queda con la mía. Mañana ya no estaremos solos.

Autora: Ana Tortosa






sábado, 9 de abril de 2011

LA INSOLENTE ASIMETRÍA



Almudena tenía un pecho más grande que el otro. Más grande o que le colgaba un poco más, al cabo da lo mismo. En eso éramos parejos: mi testículo izquierdo es más largo que el derecho. A mí esa cualidad compartida me hacía gracia y le decía que parecíamos dos seres deformes y malditos obligados a vivir al margen de la sociedad. Ella me contestaba que eso sería cierto en el caso de que fuésemos desnudos por la calle, porque vestidos nadie podía advertir nuestros defectos físicos. Pues salgamos desnudos a la calle, le decía yo un poco para provocarla, y exhibámonos sin recato orgullosos de lo que somos, dos seres imperfectos en un mundo homogéneo, metódico, exacto. Pero ¿no te acuerdas de la última vez que lo hicimos?, me respondía ella. Claro que me acuerdo, le decía yo, por eso mismo te lo digo. ¿Pero es que acaso te has olvidado de la envidia mezquina de sus ojos, de aquel horror esclerotizado anidando en sus rostros, del miedo inveterado que gobernaba sus gestos?, insistía ella. Sí, claro que me acuerdo, respondía yo, por eso te lo digo precisamente. Pero ella no se daba por vencida: ¿Se te ha olvidado cómo supuraban sus babas fétidas y espumosas a nuestro paso, su aliento corrompido por la rabia, la hilada de escamas que se desprendía de sus torsos? ¿No recuerdas con qué afán trataban de tocar nuestros miembros inauditos, nuestros aún hermosos cabellos negros, la impúdica tersura de nuestra piel? ¿Ya no te acuerdas de cómo arrastraban sus cuerpos sedientos de vida, cómo lloraban anhelando lo que quizá una vez fueron, cómo imploraban nuestra lástima y nuestra compasión? ¿Acaso ya no sientes aquel amargo llanto por lo perdido, por lo ido, por lo ya para siempre irrecuperable? Entonces yo le miraba el seno más grande, o el más caído, al cabo da lo mismo, y trataba de imaginarlo túrgido como una fruta jugosa, rebosante como un odre de miel. Pero siempre se cruzaba ante mis ojos la herida cada vez más purulenta de su brazo, la lenta descomposición de su costado, la violenta invasión de sus estrías, y me decía que al fin y al cabo la imperfección es hermosa, que no hay mácula que no contribuya a mejorar el conjunto, que en realidad todos estamos hechos de una amalgama de imperfecciones. Era en ese instante cuando la quería con más fuerza, con más ímpetu, cuando la deseaba con más ardor. Y también cuando mi testículo caído se endurecía como una nuez hasta quedar igualado con el otro, el más enhiesto, hasta alcanzar una perfecta, intachable, casi insolente simetría.








Autor: Carlos Manzano







sábado, 2 de abril de 2011

VACÍO ENVASADO








El viernes salí con mis amigas. Cuando regresé a casa mi marido estaba achicharrando en el horno una pizza precocinada, la cena que las niñas han establecido para ese día. Un bocado insulso y seco, que apenas se podía tragar sin acompañarlo de líquido para ayudarlo a discurrir por el tubo digestivo. De haber intentado adivinar y describir a ciegas qué estaba comiendo, salvo un ligero y lejano sabor a pan requemado todo lo demás habría sido como definir la nada masticable y dura. Mientras intentaba deglutir esta nada, pregunté a mi marido qué tal el día. El respondió con monosílaba aspereza, entonces, de repente supe a qué sabía la cena. La pizza de los viernes sabía a matrimonio. Cuando terminé salí a la cocina a tirar los restos, entonces observé el envoltorio en la basura, comprobé que estaba caducada.




Autora: Arqui-Loca






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