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sábado, 25 de junio de 2011

EL CASERÓN DE LAS HIGUERAS







A dos kilómetros de Barbianes, perdido en la hondonada del valle, está el viejo caserón de las higueras, la que durante décadas fue la finca de recreo de la familia Bolaño hoy es sólo un montón de ruinas.

Recibe el nombre de dos enormes árboles que sobresalen por encima del enrejado, tiene un jardín vencido por la maleza y está rodeado por un gran muro de piedra y una verja oxidada que termina en lanzas puntiagudas en forma de hojas.
En el valle, la historia del viejo caserón va unida al destino de Amalita Bolaño y sus frustrados esponsales con el fatuo de Gerardo Olmedo.
Recién terminada la guerra civil, en aquel valle sumido en la miseria y en la tristeza, los preparativos de la boda de la única hija del viudo Román Bolaño, sirvieron de esparcimiento y comadreo entre los lugareños, y no digamos las consecuencias que su desenlace trajo.
La tarde antes del desposorio, el novio salió de la casa familiar en medio de un gran aguacero para dirigirse a la hacienda de los Bolaño, pero nadie lo vio entrar en la finca y jamás apareció por lugar alguno.
Aquella noche de mediados de septiembre, llovió a mares. Las torrenteras borraron los caminos y anegaron los campos. Los adornos florales y las guirnaldas preparadas para el festejo se deshicieron y el jardín quedó convertido en un lodazal.
Cuando pasó la riada y durante semanas rastrearon los caminos, el río y las acequias, preguntaron en los burdeles, investigaron las aduanas, los trenes, los barcos… pero a Gerardo Olmedo se lo había tragado la tierra.
Así que la delicada Amalita Bolaño se quedó compuesta y sin novio a los pies mismos del altar, con su vestido de raso y organdí amarilleando dentro de un baúl envuelto en papel de seda, pero la joven supo afrontar su infortunio con una entereza sorprendente para sus escasos años: en ningún momento la vieron llorar ni perdió la compostura.
Los Bolaño al poco tiempo abandonaron el valle buscando el olvido. Amalia se acabó casando con un magistrado, tuvo un hijo, sensato y serio, como su padre y varios nietos que le alegraron la vejez. Pero nunca quiso volver al valle, ni contaba detalle alguno sobre aquel pasaje de su vida.
Tras casi cincuenta años de matrimonio y a punto de cumplir los ochenta, enviudó del magistrado Antón Ubide. Nada más echar el cerrojo al panteón pidió a su hijo que la llevase a Barbianes, al viejo caserón del valle a donde jamás lo había querido llevar hasta entonces, y del que el hombre sólo tenía unas difusas referencias y unas escrituras guardadas en un cajón bajo llave.
Insistió en hacer el viaje los dos solos. Tardaron casi una hora en llegar. Durante ese tiempo Amalia estuvo callada, con la mirada perdida en el horizonte.
La verja de hierro del viejo caserón chirrió al empujarla. La anciana anduvo unos metros y se quedó mirando fijamente a un enrejado cubierto de hierbas y barro.
Estaba pálida y parecía fatigada, pero con firmeza señaló la rejilla que estaba junto al muro, casi a ras de tierra y dijo:
- Nadie buscó ahí.
-¿Qué tenían que buscar?, -mamá.
-Lo que el tiempo haya dejado de Gerardo Olmedo. He tenido que esperar a que tu padre y quienes me ayudaron estuvieran muertos para contártelo, hijo.
Y con la tranquilidad de quien lleva toda la vida esperando, fue relatando cómo aquella noche se enteró de las aventuras y deudas de su futuro marido; y de cómo ella, en un arrebato de celos, le empujó y Gerardo se golpeó la cabeza contra la escalinata de piedra.
- Entre tu abuelo, el aya, los guardeses y yo -prosiguió- descuartizamos el cadáver a hachazos y lo arrojamos a ese pozo envuelto en sábanas de hilo y repartido en media docena de pedazos.
El agua se lo llevó todo aquella noche y además allí no buscaron- terminó de relatar Amalia mirando a su hijo que estaba lívido e inmóvil.
De todas formas -añadió mientras se daba la vuelta y se dirigía tranquila hacia la salida- yo ya soy vieja y de aquello ha pasado demasiado tiempo, pero tú sabrás lo que hay que hacer ahora, que para eso eres juez, hijo mío.










Autora: Pilar Aguarón

viernes, 17 de junio de 2011

PORVENIR








La pitonisa se enamoró al primer golpe de vista de aquel hombre tan triste, que tenía más ganas de pasado que de futuro. Por eso no le cobró la consulta de tarot y le regaló una bola de cristal negro, Llévala siempre contigo, le dijo. Ahora, cada vez que el hombre triste se asoma a su porvenir, divisa al otro lado del cristal turbio un rostro de zíngara, con los ojos muy pintados.







Autora: Patricia Estebán








sábado, 11 de junio de 2011

MIENTRAS PASA LA VIDA





Mientras pasa la vida, un anciano con cabellos de plata se sentaba a contemplar como juguetean los niños del parque. Con la mirada perdida en el recuerdo, acariciaba la peluda cabeza de su fiel compañero.



Él... ausente, sonría vagamente. Fue un día como otro cualquiera, pero el cansancio de los años que cargaba a su espalda, tiraban inconsciente de su cuerpo hacía el suelo.Cada día le costaba más salir a sentarse bajo la encina, que él tanto amaba. Allí fué donde la beso por primera vez, donde cogió sus manos de porcelana, allí donde su sonrisa, le regaló un mundo de ilusiones.¿Y ahora que le quedaba...? Sino vagos recuerdos.Sus manos frías, sus bellos ojos azules perdidos en la inmensidad del destierro. Eso y un silencio perpetuo que le acompañaba siempre.Y él, tuvo que continuar su camino sin ella, mientras pasa la vida.La cama vacía, inmensamente sola, el olor en la almohada que desprendía su perfume, todo un vago recuerdo.Su único y fiel compañero de caminos, estaba tan cansado como él. Le costaba subir apenas los cinco escalones que separaban el portal de la puerta de entrada.Aquella tarde tenía frío, estaba especialmente melancólico, notaba la presencia cercana de su pequeña princesa como él la llamaba. Era un día gris, las nubes decoraban el cielo con unas intrigantes sombras, el sol escasamente alardeaba de su poder.Se puso en pie, para guarecer sus pensamientos entre las cuatro paredes de su casa. Allí, había confeccionado un mausoleo con pequeñas porciones de su vida.En el pequeño aparador de la entrada, una foto familiar, presidía el pasillo, más adelante el comedor y a escasos metros, la vieja mecedora donde ella tejía. Sobre la mesa de centro, un pequeño retrato, acompañado siempre de flores frescas. Él las recogía personalmente, una a una para regalárselas cada mañana.Era solo uno de los detalles frescos de luz de aquella pequeña estancia.Cogió la foto donde ella aparecía con sus hermosos ojos azules tan llenos de vida. Hoy... tan inmensamente profundos en su recuerdo y lo dejó sobre la cama.Acaricio la cabeza de su perro, con una ternura especial, le dijo que lo quería, que todo estaba bien. El animal lamió sus manos, él se dedicó a mirarlo fijamente a los ojos.Los dos entendían sin hablar.Se desvistió, se metió en la cama, siempre fría y se abrazo al pequeño retrato, el aire entraba por la ventana.¡ Aullaba!Comenzó a sentir una calma que estremecía, su interior. El silencio de repente inundó la habitación.Vio entrar por la ventana, una extraña silueta de negro vestida que le ofrecía la mano. A lo lejos la sonrisa de unos bonitos labios con vehemencia lo esperaban.El extraño ser, de tules negros como la noche y su abismal silencio lo derrotaban.Alargo la mano, se adhirió con un alhaja entre sus dedos. Amainaron sus miedos, su cansancio, y paso a paso se sentía rejuvenecer.Al final del camino; una luz blanca. Su pequeña princesa lo esperaba más allá de la luz. El pequeño perro, dormía profundamente a los pies de su amo.Mientras pasa la vida, el sol se dejó escurrir por la ventana.






Autora: Charo Caru







sábado, 4 de junio de 2011

EQUIPAJE





Una vieja valija olvidada en mitad de la carretera podría ser una simple casualidad. Quizás alguien olvidó cerrar correctamente su maletera y resbaló sin que nadie se diera cuenta. Era grande y vieja, sentí una inmensa curiosidad por ver su contenido. Soslayé alrededor para percatarme que no hubiera nadie. Me agaché para verla mejor y percibí un hedor extraño desde adentro. Acaricié suavemente la piel que cubría la maleta ya rugosa por los años. Desabroché los cinturones y di un vistazo hacia su interior. Habían viejas fotografías que me recordaban a un pasado antiguo, un par de cartas y viejas ropas fuera de moda. Hacia el fondo yacía un viejo mandil que tenía las iniciales A.B. Me quedé con gran curiosidad acerca del equipaje.
Lo enmarqué de perfil, al darle vuelta noté que era lo mismo. Un acto arriesgado me empujó a sortear suerte sobre la búsqueda de una identidad. Pensé diversos nombres y posibilidades que designaran la propiedad de alguien. Casi en actitud contrita me sentí avergonzada sobre mi escudriño silencioso. Sin embargo, nadie estaba a lo largo de la carretera y tenía el lugar perfecto para cometer la fechoría de husmear dentro de la valija. No podía quitármela de la cabeza, me recordaba mucho a una que tenía mi abuela y que siempre me gustó.
Miles de pensamientos asomaron por mi cabeza, podría ser de quién sabe quién. El huroneo me llevó a sus máximos estertores. Concebir diversas posibilidades sobre la identidad del dueño de la maleta. Al borde del hartazgo y sin más deseo de seguir mi camino. De repente, atisbé un pequeño baúl color plata con bordes rojos. No obstante, decidí partir pero no recordaba hacia donde tenía que regresar. Sin más ni más, me hallé tratando de abrir dicho arcón. Después de darle un golpe a la cerradura esta se abrió. Un olor intolerable me rebasó como una cachetada hacia atrás. Era una frazada de lana gruesa con símbolos indios. Quería jalarla pero me era imposible, parecía estar atosigada dentro del baúl. Primero vi una especie de largos huesos medio quebrados similares a los ciervos. Había una mano que aún mantenía un denario muy similar al que me regaló mi madre. Con desesperación traté de hallar la identidad del dueño de la valija. Sentí un aire frío dentro de mi cuerpo y Volteé hacia la carretera y no vi mi auto.
En ese instante, traté de recordar el nombre de mi hijo, mi madre y por último mi propio nombre. Estaba hasta el punto de la neurosis; cuando por fin hallé una identificación en una vieja billetera. Era Andrés Bisso. Mi nombre.


Autora: Mixha Zizek


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