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viernes, 23 de abril de 2010

THE WINE LOVERS





Cuando Sonia se enteró que su marido le engañaba volvió a fumar. Hacía más de ocho años que se había terminado el último cigarrillo de una cajetilla de Royal Crown, todavía no incluía el anuncio que advertía que la nicotina puede ser perjudicial para la salud. Por el contrario cuando descubrí que Elisa me era infiel no volví a fumar, no lo había dejado nunca. A mí me dio por un deseo irrefrenable de pagarle con su misma moneda, de coleccionar amantes como quien colecciona sellos sin interés y los almacena desordenados en cajas de zapatos. Mi trabajo como representante me otorgaba libertad para la nueva afición. Confirmé lo que todo el mundo sospecha, Internet es el paraíso de los adúlteros. Bajaron mis ventas, pero no podía dejar esos encuentros ocasionales. Utilizaba el sexo como Sonia utilizaba el tabaco. Exprimía a mis contactos, calada a calada, hasta tirar las colillas donde cayesen, el garaje de una urbanización a las afueras, en un cercanías en el que no iba la calefacción o en los baños de un cine de reposiciones que olían a eucalipto.

Tras unos meses, el proceso de infidelidad se frenó. Se podría decir que comencé una relación estable con una protésico dental, que por deformación profesional tenía la sonrisa más bonita que he visto nunca. En alguno de sus días libres me acompañaba en mis viajes. Me gustaba contemplar el reflejo de su sonrisa en los espejos retrovisores. En una de nuestras escapadas aprovechamos que debía cerrar varios negocios por el Norte para visitar una bodega centenaria en Haro. La visita fue un auténtico coñazo, el guía se alargaba en explicaciones que no me importaban lo más mínimo. Sólo deseaba que terminase para poder pasar a la degustación de un par de vinos al final del recorrido por la bodega e irnos al hotel que había pagado con la Visa de la empresa. Para colmo había varios americanos que no dejaban de hacer fotografías y que esperaban una versión en inglés de las palabras del guía, lo que todavía hizo más tedioso el paseo entre barricas y tanques de fermentación. Dos horas después, llegamos a la sala de catas donde nos tomamos una copa y brindamos por algún motivo que he olvidado, pero que en esos momentos sería lo más importante del universo. Una de las americanas que llevaba una cámara que debía costar un riñón nos pidió permiso para sacarnos una foto. Consentimos, posamos como si fuese la primera foto que nos hacían juntos, de hecho fue la primera y única fotografía en la que aparecemos los dos.

Con el tiempo sucedieron dos cosas que cambiaron mi vida. La protésico dental se lió con un dentista y yo me reconcilié con mi mujer. De manera tácita ninguno de los dos reconoció que había mantenido una vida afectiva paralela. Todo funcionaba como antes, hasta que el Museo Reina Sofía programó una exposición retrospectiva de la fotógrafa Annie Leibovitz. En el cartel anunciador se apreciaba, a través del cristal de una copa de vino, a una pareja mirándose a los ojos. Se distinguía su sonrisa y mi perfil. En la fachada del Hospital de San Carlos cuelga una imagen nuestra de cuatro metros. Annie Leibovitz tituló a la perfección “The Wine Lovers”.





Autor: Jesús Cuartero


2 comentarios:

Laura Gómez Recas dijo...

¡Sorprendente! ¿Quién no ha tenido alguna vez la sensación de que puede ser capatado por un objetivo indiscreto que 'sorprenda' con esa imagen al mundo 'que nos rodea'?

Un abrazo,
Laura

Marcos Callau dijo...

Un final muy emocionante. ME hubiera gustado ver esa fotografía.

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