Almudena tenía un pecho más grande que el otro. Más grande o que le colgaba un poco más, al cabo da lo mismo. En eso éramos parejos: mi testículo izquierdo es más largo que el derecho. A mí esa cualidad compartida me hacía gracia y le decía que parecíamos dos seres deformes y malditos obligados a vivir al margen de la sociedad. Ella me contestaba que eso sería cierto en el caso de que fuésemos desnudos por la calle, porque vestidos nadie podía advertir nuestros defectos físicos. Pues salgamos desnudos a la calle, le decía yo un poco para provocarla, y exhibámonos sin recato orgullosos de lo que somos, dos seres imperfectos en un mundo homogéneo, metódico, exacto. Pero ¿no te acuerdas de la última vez que lo hicimos?, me respondía ella. Claro que me acuerdo, le decía yo, por eso mismo te lo digo. ¿Pero es que acaso te has olvidado de la envidia mezquina de sus ojos, de aquel horror esclerotizado anidando en sus rostros, del miedo inveterado que gobernaba sus gestos?, insistía ella. Sí, claro que me acuerdo, respondía yo, por eso te lo digo precisamente. Pero ella no se daba por vencida: ¿Se te ha olvidado cómo supuraban sus babas fétidas y espumosas a nuestro paso, su aliento corrompido por la rabia, la hilada de escamas que se desprendía de sus torsos? ¿No recuerdas con qué afán trataban de tocar nuestros miembros inauditos, nuestros aún hermosos cabellos negros, la impúdica tersura de nuestra piel? ¿Ya no te acuerdas de cómo arrastraban sus cuerpos sedientos de vida, cómo lloraban anhelando lo que quizá una vez fueron, cómo imploraban nuestra lástima y nuestra compasión? ¿Acaso ya no sientes aquel amargo llanto por lo perdido, por lo ido, por lo ya para siempre irrecuperable? Entonces yo le miraba el seno más grande, o el más caído, al cabo da lo mismo, y trataba de imaginarlo túrgido como una fruta jugosa, rebosante como un odre de miel. Pero siempre se cruzaba ante mis ojos la herida cada vez más purulenta de su brazo, la lenta descomposición de su costado, la violenta invasión de sus estrías, y me decía que al fin y al cabo la imperfección es hermosa, que no hay mácula que no contribuya a mejorar el conjunto, que en realidad todos estamos hechos de una amalgama de imperfecciones. Era en ese instante cuando la quería con más fuerza, con más ímpetu, cuando la deseaba con más ardor. Y también cuando mi testículo caído se endurecía como una nuez hasta quedar igualado con el otro, el más enhiesto, hasta alcanzar una perfecta, intachable, casi insolente simetría.
Autor: Carlos Manzano