sábado, 18 de septiembre de 2010

BRENDA






Me enamoré de ella por su nombre: Brenda. No sé por qué, pero lo cierto es que aquel conjunto vibrante de fonemas me subyugó por completo la primera vez que lo oí. Pensé que tal vez me recordara a alguna fastuosa actriz de cine por la que en el pasado pudiera haber sentido una absoluta fascinación, pero por muchas vueltas que le di, no asocié ese nombre a ningún rostro conocido. Me retrotraje incluso a mi más tierna infancia, pero aquel esfuerzo se descubrió baldío cuando reparé en que hasta los catorce años sólo había asistido a colegios masculinos. ¿Alguna vecina, tal vez, de cuyos ojos vivaces hubiera quedado irremisiblemente prendado? Mi madre, que para las cosas del pasado posee una memoria extraordinaria, me aseguró no recordar a ninguna vecina que respondiera a tal nombre. Brenda: eso era todo lo que sabía de ella. Por eso la amaba. Y por eso sabía sin el menor género de dudas que jamás encontraría a nadie como ella.

Hubo un momento en que estuve a punto de descubrir quién se ocultaba realmente bajo esa elegante modulación vocal, tras aquella eufonía sugerente y alada, y de no ser por mi rapidez de reflejos, nada habría podido impedirlo. Porque justo cuando nuestra más distinguida cliente entraba al despacho, lancé al suelo uno de mis bolígrafos y de ese modo conseguí ocultar la mirada bajo la férrea estructura de la mesa. Por desgracia, no pude impedir que su voz llegara limpia y clara a mis oídos; entonces advertí que aquel leve y atildado timbre sólo merecía pertenecer a alguien que se llamara Sonia o Silvia o, en el peor de los casos, Lucía. El hechizo, como es fácil comprender, se desvaneció para siempre.





Autor: Carlos Manzano



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