La culpa pareció dejar de doler cuando se convirtió en costumbre. Los días se fueron transformando en semanas y luego en meses y en años, que sin saber cómo empezaron a contarse por lustros y luego por decenios.
Pero la herida abierta en su memoria al recordar a Vesna y aquellos encuentros fugaces y casi clandestinos, en el pequeño café cerca de la ribera izquierda del río Miliatska, no ha cicatrizado todavía, bien al contrario, con el paso del tiempo ha vuelto a sangrar y el remordimiento se ha transformado en interminables noches de insomnio.
Aquellos quince días de febrero de 1984 en Sarajevo fueron para él su país de las maravillas, pero Alicia ya no está; porque también se espantó de tanta contrariedad, del mucho silencio que creció tras el ruido de la batalla y del odio. Tan distinto todo a aquellos días olímpicos de risas blancas y de luminosas mañanas azules de tul y algarabía.
En la despedida, una brisa helada azotaba sus rostros y en los ojos verdes de Vesna se reflejaban los anaranjados de la puesta de sol.
Me gustan los paisajes verdes — dijo ella, con la mirada perdida en aquel inmenso paraje blanco, que ocho años más tarde se transformaría en un erial de tristeza infinita y de desolación. Naturaleza muerta de cenizas y guerra.
Ahora ha vuelto a Sarajevo sólo para encontrarla, quizá ya sea demasiado tarde. Busca la mirada dulce de Vesna en los rostros cansados de todas las mujeres con las que se cruza entre los puestecillos de flores, amontonados al cobijo de los muros, salpicados de balazos y de metralla, de lo que ahora sólo son las ruinas de la grandiosa biblioteca, incendiada en las primeras semanas del conflicto en 1992.
Deambula por la ciudad sin rumbo, mirando las fachadas que no reconoce. Poco a poco arrecia la lluvia que resbala por las cornisas formando caprichosas cortinas que salpican con fuerza sobre el empedrado. Está empapado y siente frío. Se adentra en el casco antiguo de calles tortuosas de casitas bajas de madera y piedra, sembradas de pequeños escaparates de abalorios y de libros antiguos. Por esas calles vivía Vesna, ¿pero dónde? Nunca lo supo, nunca se lo preguntó, porque su idea era olvidarla y nunca supuso que veinticinco años más tarde todavía perduraría en su memoria su rostro aniñado y su piel transparente de melocotón blanco.
Se detiene abatido ante una librería de libros antiguos, la mayoría con títulos escritos en la complicada grafía bosnia. En un rincón descubre uno en alemán que reconoce enseguida “Die Verwandlung”, a la cabeza le vienen las primeras frases del relato de Kafka traducido al español:
"Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto".
Siempre le inquietó la metamorfosis que sufrió el desdichado tendero, ahora descubre el porqué. Levanta los ojos y ve su imagen reflejada en la vidriera del escaparate. Su rostro ajado, su mirada cargada de soledad y de remordimientos... Ahora ya lo sabe.
Pero la herida abierta en su memoria al recordar a Vesna y aquellos encuentros fugaces y casi clandestinos, en el pequeño café cerca de la ribera izquierda del río Miliatska, no ha cicatrizado todavía, bien al contrario, con el paso del tiempo ha vuelto a sangrar y el remordimiento se ha transformado en interminables noches de insomnio.
Aquellos quince días de febrero de 1984 en Sarajevo fueron para él su país de las maravillas, pero Alicia ya no está; porque también se espantó de tanta contrariedad, del mucho silencio que creció tras el ruido de la batalla y del odio. Tan distinto todo a aquellos días olímpicos de risas blancas y de luminosas mañanas azules de tul y algarabía.
En la despedida, una brisa helada azotaba sus rostros y en los ojos verdes de Vesna se reflejaban los anaranjados de la puesta de sol.
Me gustan los paisajes verdes — dijo ella, con la mirada perdida en aquel inmenso paraje blanco, que ocho años más tarde se transformaría en un erial de tristeza infinita y de desolación. Naturaleza muerta de cenizas y guerra.
Ahora ha vuelto a Sarajevo sólo para encontrarla, quizá ya sea demasiado tarde. Busca la mirada dulce de Vesna en los rostros cansados de todas las mujeres con las que se cruza entre los puestecillos de flores, amontonados al cobijo de los muros, salpicados de balazos y de metralla, de lo que ahora sólo son las ruinas de la grandiosa biblioteca, incendiada en las primeras semanas del conflicto en 1992.
Deambula por la ciudad sin rumbo, mirando las fachadas que no reconoce. Poco a poco arrecia la lluvia que resbala por las cornisas formando caprichosas cortinas que salpican con fuerza sobre el empedrado. Está empapado y siente frío. Se adentra en el casco antiguo de calles tortuosas de casitas bajas de madera y piedra, sembradas de pequeños escaparates de abalorios y de libros antiguos. Por esas calles vivía Vesna, ¿pero dónde? Nunca lo supo, nunca se lo preguntó, porque su idea era olvidarla y nunca supuso que veinticinco años más tarde todavía perduraría en su memoria su rostro aniñado y su piel transparente de melocotón blanco.
Se detiene abatido ante una librería de libros antiguos, la mayoría con títulos escritos en la complicada grafía bosnia. En un rincón descubre uno en alemán que reconoce enseguida “Die Verwandlung”, a la cabeza le vienen las primeras frases del relato de Kafka traducido al español:
"Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto".
Siempre le inquietó la metamorfosis que sufrió el desdichado tendero, ahora descubre el porqué. Levanta los ojos y ve su imagen reflejada en la vidriera del escaparate. Su rostro ajado, su mirada cargada de soledad y de remordimientos... Ahora ya lo sabe.
Autor: Pilar Aguarón
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