Esta ciudad donde nací no tiene mar y tampoco tiene puerto, sin embargo aquí todos somos marinos expertos; veleros que se pierden en un océano incierto para encallar en inciertas pasiones, ansiones que mueren en ese mar muerto. Algunos son poetas olvidados, otros son profetas exiliados y los que más intentamos pasar abandonados y desapercibidos dejándonos llevar por la corriente. Yo siempre fui barquita a la deriva hasta que una noche estalló una amarga tempestad que me quiso extraviar. Recuerdo un día gris en que el cierzo se detuvo por cortesía para dejar a las plomizas nubes descargar su mortal lluvia de plomo. Yo paseaba con mi chica por la Calle Alfonso cuando estalló la tormenta en su mirada, ese océano que hasta entonces había guiado mi travesía. En ese momento saqué un paraguas del bolsillo bajo el que nos resguardamos pero entonces ella olvidó proteger mi endeble corazón mientras sus frías olas brotaban de su boca y golpeaban sin remedio los arrecifes de sus labios. Así, bajo el paraguas y habiendo llegado al buen puerto de su barrio, me dio lo que ella bautizó “el último beso”. Salió de debajo del paraguas y se desvaneció en la cortina de humo de los coches, de los recuerdos y la lluvia. No recuerdo demasiado del resto de aquella lluviosa noche. Aunque la busqué no encontré luna alguna en el negro satén de la madrugada, tan sólo relucía en el recuerdo de sus pupilas. Recuerdo una botella, una última canción y una barra de bar que hacía las veces de astillero para barcos borrachos como yo. Tambaleándome volví a zarpar por el océano nocturno hacia el negro río que en su murmullo indiscreto parecía cantar su nombre y, como quien busca un lugar para descansar, recuerdo que navegué hacia la otra orilla. Entre las destartaladas casas del arrabal creí encontrarme perdido en ciudad extraña pero fue allí donde en esta misma ciudad de exiliados profetas y olvidados poetas decidí ser un descarriado escultor, forjador de sueños en lugar de palabras. Allí, clavado en mitad de la noche más aciaga, ví brillar la torre de La Seo como un faro en medio del caótico océano y su luz me guió en el viaje de vuelta a casa. A partir de entonces no esculpí nada bueno ni digno de rescatar aquí hasta que un buen día, recordando aquél último diluvio, se me ocurrió representar a dos amantes caminando abrazados bajo un paraguas resguardándose de sus propios peligros. Hoy mi obra está emplazada en un destacado lugar del Paseo de la Constitución y así, cada vez que mi amada lo vea, sabrá que aquél último beso nunca existió; comprenderá que no tengo cincel para esculpir un último momento con ella, que la lluvia borró esa penúltima tormenta que asomó a nuestros labios.
Autor: Marcos Callau
Un hermoso relato, Marcos. Muy poético y emotivo. Tiene tu estilo personal.
ResponderEliminarSi lo hubiera leído sin firmar, no hubiera dudado de la identidad del autor.
Mi enhorabuena.
Una historia muy poética, muy gustosa de leer un día como hoy...
ResponderEliminaruf! qué empalagoso es... lo siento.
ResponderEliminarBuena metáfora. Un abrazo.
ResponderEliminarMarcos, te felicito. De verdad.
ResponderEliminarEs un relato que consume, dentro de una gran metáfora, la del mar y el barco, una sucesión de metáforas, derivadas de esa primera, que encadenan a la lectura al lector.
No es fácil contar algo tan simple como el dolor de un último beso, de una manera que ahonde en el sentimiento con la complejidad literaria adecuada. Y tú lo has conseguido.
Es bello y es bueno.
Besos.
Laura
Muchas gracias a todos por vuestros cmentarios y vuestra lectura. Un abrazo.
ResponderEliminarUna bonita historia, no sé por qué las historias más bellas son las más tristes.
ResponderEliminarSi no tienes cincel será que aquél no fue el último beso.
Me ha gustado recordar mis paseos por la calle Alfonso, por La Seo...
Besos, Marcos.