Durmió a su hijo en brazos después de darle el último biberón del día. Lo acostó y lo arropó con cuidado de no despertarlo.
Abrió la ventana para oler el rastro de la tormenta.
Saboreó ese vino especial. Escuchó ese disco de blues que siempre le arrancaba lágrimas.
Amó a su mujer con la devoción que le inspiraba su cuerpo recién parido, más lleno de vida que nunca.
Se vistió aún de madrugada. Salió a la calle a cumplir su misión.
Por la tarde, frente al televisor, con la cabeza del perro en las rodillas, sonrió: las censuradas imágenes de dos cadáveres mutilados, y el rastro de sangre, subrayaron su triunfo.
Autora: Ana Tortosa
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